viernes, febrero 18, 2005

El Pueblo
 

No sé si ya había aprendido a hablar cuando gateaba sobre el mantel cuadriculado de hule que mi abuela tenía en su tierra de siempre.

Ese pueblo, al que llegó un día mi abuelo por cuestiones de trabajo y se quedó bajo los encantos de una india que lo hizo envejecer a su lado, vio nacer a mis padres que, como tantos otros emigraron con su diploma de secundario para ya no volver mas que de visita.

Bajo mis ojos de niño era un paraíso, allí llegaba yo muchos diciembres que se hacían largos hasta febrero para vivir un montón de cosas soñadas que no tenía en la gran ciudad, quizás de tan sencillas que eran.

Es cierto que estar bajo el amparo de abuelos protectores suele ser muy diferente (y notablemente ventajoso) que escuchar a padres educadores, o que la vida de verano es de por sí atractiva a falta de maestras que pregunten la lección, pero no creo que fuera el único motivo de mi amor por el pueblo, o por lo menos no para mi memoria.

Las calles, algunas asfaltadas, otras de tierra, eran lugares por los que se podía caminar pateando latas. Cualquier terreno abandonado se convertía inmediatamente en una cancha de fútbol que se llenaba de pibes, los equipos eran de la cantidad de gente que hubiera y nadie sabía cuando terminaba el partido. Salir con la bici para ir a jugar a la mancha en la plaza, hasta que una caída hiciera sangrar una rodilla, no requería permiso especial y nunca faltaba la invitación a algún campo donde se pudiera andar a caballo.

Lo mejor, sin dudas, era saltar inconcientemente de techo en techo, aunque supongo que eso también podría haberlo hecho en mi ciudad y tal vez me faltaban cómplices.

Extrañamente, o no, la adolescencia me hizo cambiar, el pueblo que me había enamorado, me engañó de golpe y, despechado, comencé a tomarle una cierta bronca.

Supongo que todos habremos tenido la culpa. A mí, se me habrá pegado algo de la soberbia porteña y los adolescentes del pueblo se contagiaron la enfermedad tan común por esos lugares que los llena de intolerancia y agresividad gratuita para quien viene de la Capital.

Mientras caminaba por el final de la adolescencia y comenzaba a recorrer mis dorados años "veinti", el pueblo y yo, seguíamos separados de hecho pero, aún cuando los motivos anteriores subsistieran, ya no eran el problema más importante. Supongo que en esa época, lo que nos tenía distanciados era la falta de opciones que él me daba; un cine (o dos), un boliche para ir a bailar (si abría uno nuevo, cerraba el anterior), un par de pubs e, irremediablemente, la misma gente en todos lados. Conquistar a una mujer, o intentarlo, era quitársela a otro seguramente conocido y no transformarse en el "novio" después de la conquista, casi un agravio para buena parte del género femenino del lugar.

Todo eso, para quien venía del abanico de alternativas que suelen ofrecer las grandes urbes, era, cuanto menos, aburrido.

Hoy, sin las necesidades de aquellos años y despreocupado absolutamente de los pareceres ajenos, vuelvo a ver al pueblo con mis ojos avejentados, calmos, y si no tuviera tantas cadenas que me atan a la ciudad donde vivo, creo que podría enamorarme perdidamente de él, para recorrerlo y habitarlo como en aquellos veranos de chico.

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Este relato, que inicialmente iba a ser un comment, fue inspirado en el post de Shered El sitio de donde somos...

Escrito por Faivel 2:45 a. m.
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