La mañana llegó como si la noche se hubiera deshecho lentamente entre los sueños que, en sus diferentes colores, a todos le habían caído por igual, pero la Jardinera de Palacio y yo, sabíamos que había habido grises en silencio. No se notaban cambios en nuestra relación y nuestras miradas se hacían esquivas a encontrarse en algún lugar común. Por alguna razón, que desconozco, todavía no le he contado a la Señora del Cofre ese encuentro de palabras húmedas.

Estuve prestando atención a la niña de ojos tristes, no deja de correr entre las vírgenes por un instante y de noche ni siquiera se la oye, las tres llegan al final del día a una cena que a duras penas honran mientras el sueño se va acomodando entre ellas en puntas de pie. Al mediodía, cuando nos detenemos un buen rato para evitar al sol de golpes secos, es diferente, se la observa impetuosa, siempre corriendo delante de las palabras que jamás se dan por vencidas y depositando su mensaje antes de llegar a decirlo. Cuenta las cosas con un dejo de tristeza que nunca le impide encender la luz antes de cerrar la puerta.

Según me ha contado el Hombre de la Guerra, arrastra una historia que ha colado entre sus bríos de niña una melancolía adulta, desconozco esa historia, pero de vez en cuando se nota que sus cejas se arquean para el lado incorrecto y la frente se llena de arrugas como si los recuerdos le pesaran. Sin dudas, para ella ha sido muy importante encontrarse con las Vírgenes, no importa cuánto amor puedan prodigarle el Hombre de la Guerra o Peka, su niñez necesita de un par que la anime a destapar su picardía en complicidad de quien sabrá entenderla como nadie. Es gracioso verlas aún en sus peleas que duran hasta la ocurrencia del próximo juego, lo cual, habitualmente, sucede de inmediato.

Pareciera querer acunar una tristeza que le siente bien cuando se declara amante de la lluvia y el frío y eso no deja de ser un detalle perlado, teniendo en cuenta que su nombre es Sol.