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martes, junio 13, 2006
El hombre gris
El camino hacia la Montaña de la Desesperanza parece un laberinto, las rocas están regadas en el piso como si hubiesen caído en catarata desde las manos de un gigante y a veces parece que no tienen solución. El camino lo inventamos a cada paso y si no fuese porque sabemos de habitantes que moran en las cumbres creería que es la primera vez que estos parajes son recorridos. La vegetación es tan escasa como dañina, arbustos de poco verde y muchas espinas se encargan de hacer nuestra tarea más difícil y de vez en cuando se juntan tejiendo marañas impenetrables. Para las Vírgenes resulta una aventura, un juego encantador que transitan sin ningún miedo y, ciertamente, los temores son todos míos; temo que sus saltos terminen abrazando el suelo o que las prominentes espinas les generen heridas profundas, pero sé que son vacilaciones de viejo, dudas que nacen en huesos raídos y cansados y otras impotencias canosas. Ellas se mueven con tal agilidad sorteando los obstáculos que parece que siempre hubiesen vivido allí. Cuando la tarde terminaba de desnudarse para darse un baño de sueño encontré a ese hombre. Estaba vestido de harapos y tenía el rostro tan gris que no lo hubiese distinguido de la enorme roca en la que estaba apoyado si no hubiera sido por esos enormes ojos azules que insistían en permanecer abiertos reflejando los últimos rayos de sol. Era por cierto el único detalle de color que el paisaje del lugar ofrecía, y no era poco. Siempre, desde que la marcha comenzó tanto tiempo atrás, encontrarme con extraños me provoca temor; temo por mí mismo y por aquellos a los que intento cobijar bajo mi ala (aunque usualmente sienta que soy yo el que recibe el abrigo y la protección), en definitiva temo que el futuro resulte más corto. A pesar de todo eso siempre cedo y me acerco a los extraños, aunque eso provoque que durante la noche permanezca vigilante y apenas duerma con ojos entrecerrados; y ésta vez resultó igual quizás por la mirada triste o por la soledad que lo cubría y que tanto escozor me causa. La voz de nuestro compañero, apenas audible y soltada con la escasez del agua en zonas áridas, reflejaba la misma pesadumbre que su mirada. Su falta de locuacidad no se debía al pudor ya que sin ningún tipo de vacilación devoró cuanto trozo de carne estuvo a su alcance. Después que las Vírgenes cayeron rendidas al sueño, en pocas palabras el hombre gris nos contó que estaba en ese sitio esperando la llegada de su muerte, que era una cita que se había convenido mucho tiempo atrás y que aunque se encontraba demorada no le resultaba inconveniente esperarla. Ralián, que así dijo llamarse éste hombre sin color, no daba lugar a preguntas, de modo que lo poco dicho debió resultarnos suficiente. Sin dudas poseía una historia cuyo peso era capaz de doblarle la espalda al hombre más fuerte, pero sin embargo a él se lo veía envuelto en una altivez que la ropa andrajosa era incapaz de disimular. Cuando la mañana siguiente nos encontró sorteando nuevamente obstáculos en el camino, apenas hizo un gesto para despedirse antes de volver a colocarse en la misma posición en que lo habíamos encontrado. Varios metros y mucho tiempo más arriba me acerqué a una roca saliente para intentar verlo y creí observar a una mujer junto a él, pero es posible que el sol difuso del atardecer me haya engañado. Tomé a mi mujer de la mano, la besé y volví a mirar hacia arriba, que era nuestro horizonte lejano e indócil. Escrito por Faivel 10:27 p. m. #
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(y sus encuentros): Desde la primera hasta la última huella del Caminante la rastreas por aquí |